sábado, 27 de agosto de 2011

En la orilla

Y me pregunté si sería capaz de llevar esa vida licenciosa, tan acostumbrada en el siglo XIX, cuando la decadencia era una forma de vida, un símbolo tangible de la libertad buscada en la oscuridad de un burdel, de una cantina, de un escondite encerrado en las tinieblas de la doble moral.
Llevar mi vida al borde del abismo es algo asqueroso, no el acto en sí, sino caer en la tenebrosa profundidad de una noche larga, larga como cien botellas de aguardiente barata. Y tantos han caído, todos a mi alrededor. Todos los licenciosos han caído a mi alrededor. Y gritan palabras de dolor. Rompen sus ideas, quiebran su voz.
No quiero llevar tu recuerdo a esa gruta profunda, honda como un centenar de pesadillas maniqueas. No quiero que la pureza que yo te otorgo, quede manchada con mis pecados. No quiero, pues que el alcohol lave la imagen que llevo de ti. Te extrañaría, siempre, y en mis sueños aparecerías, sólo en mis sueños, sólo de día, sólo entre la tortura resaca mía.
No quiero. Quédate conmigo, quédate aquí, como siempre has estado, quiera yo o no quiera. Toma mi mano, no tengas miedo, y platiquemos acerca de nuestro futuro. Y así, es como hablo con un recuerdo, con un ausente, con alguien que está pero no se encuentra donde debe. Esa persona que está en mi corazón aunque no quiera. Esa persona que canta, que baila, que quiebra mis sentido a su arbitrio. Eres pues, amor mío, mi bendición y mi anatema, mi principio y mi ruina.
Cómo decirte que, aunque los vicios decimonónicos son punzantes necesidades de oscurecer el claro principio de mi mente ingenua, he decidido apartarlos de mi mente para estar contigo. Como quien decide detenerse después de una larga marcha y sentarse junto al amor que lo esperó en la orilla del río, donde ambos verán la vida pasar, tomados de la mano, con la bendición del amanecer y el beso del ocaso.
Calla. Por piedad, calla. Sabes que te amo aunque me ignores, sabes que te gusta y no lo admites. Sabes que podríamos ser felices. ¿A qué temes? Para ti no habrá juicio ni escarnio, sino alabanza de mi parte. Y a quien te ofenda, a cualquiera de los hijos de la Tierra que se ose a ofenderte, lo maldigo siete veces, criatura desdichada que no comprende el amor.
Y me desvanezco, con una careta que sonríe y que llora, con una sonrisa y lágrimas de mar, con un etéreo pesar, con la imagen de tu cuerpo en mi mente, con la imagen del amor que nunca cuadra. Amor, amor que incendias lo que tocas, incéndiame para que no le recuerde, incéndiame para huir de su memoria, incéndiame desabridamente para darme la libertad. Alabada seas, Libertas, alabada seas.

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